INTRODUCCIÓN
Calvino en un análisis perceptivo
del tercer mandamiento, llamó la atención a la relación de los juramentos con
la adoración. Observó que Pronto veremos que jurar por el nombre de Dios es una
especie o parte de la adoración religiosa, y esto también se manifiesta en las
palabras de Isaías (45: 23), porque cuando predice que todas las naciones se
consagrarán a la religión pura, dijo: «Vivo yo, dice el Señor, que ante mí se
doblará toda rodilla, Y toda lengua confesará a Dios».
El versículo citado, Isaías
45:23, dice en forma completa: «Por mí mismo hice juramento, de mi boca salió
palabra en justicia, y no será revocada: Que a mí se doblará toda rodilla, y
jurará toda lengua». Dios declara que la historia culminará en una adoración
universal a Él, y el juramento santo como el cimiento de toda sociedad.
El comentario de Alexander
destacó el significado con toda claridad: El arrodillarse y jurar en la última
cláusula son actos de homenaje, lealtad o apego que por lo general van juntos
(1a R 19:18), e incluyen un reconocimiento solemne de la soberanía
de aquel a quién se le rendía.
Este texto lo aplica dos veces
Pablo a Cristo (Ro 14: 11; Fil 2: 10), en prueba de su soberanía de realeza y
judicial. No necesariamente predice que todos se convertirán a él, puesto que
los términos son como para incluir una sumisión tanto voluntaria como
obligatoria, y en una de estas maneras todos, sin excepción, le reconocerán
como el legítimo soberano.
La interpretación de Alexander
restaura la perspectiva básica de la ley: Dios es el Señor absoluto, soberano,
y rey de todos, el único Creador, sustentador y Salvador del hombre. Adorarle
en verdad requiere una sumisión total a Él no solo respecto a la salvación sino
también con respecto a todo lo demás. Solo Dios es señor de la iglesia, estado,
escuela, hogar y toda esfera y aspecto de la creación entera.
Así que, como Calvino notó, jurar
por el nombre de Dios es en verdad «una especie o parte de la adoración
religiosa».
Comentando más sobre el
significado de tomar el nombre del Señor en vano, Calvino notó:
Es tonto e infantil restringir
esto al nombre de Jehová, como si la majestad de Dios estuviera confinada a
letras o sílabas; pero, visto que su esencia es invisible, su nombre se pone
ante nosotros como una imagen, en la medida en que Dios se manifiesta a
nosotros, y nos hace conocerlo definitivamente mediante sus características,
tal como los hombres lo hacen con su nombre.
Sobre esta base Cristo enseña que
el nombre de Dios lo abarcan los cielos, la tierra, el templo, el altar (Mt
5:34), porque su gloria es conspicua en ellos.
Por lo tanto, el nombre de Dios
se profana siempre que se hace alguna detracción de su sabiduría suprema, poder
infinito, justicia, verdad, clemencia y rectitud. Si se prefiere una definición
más breve, digamos que su nombre es lo que Pablo llama «lo que de Dios se
conoce» (Ro 1: 19).
En nombre del Señor se toma así
en vano cuandoquiera y dondequiera el hombre trata con ligereza y de manera
profana el hecho de que la soberanía de Dios sustenta toda la realidad. El
hombre no se atreve a tomar con ligereza la soberanía de Dios ni la obligación
del hombre de decir la verdad en todo momento en toda esfera normal de la vida.
LA ESTRECHA RELACIÓN DE ESTE
MANDAMIENTO CON EL NOVENO ES BIEN EVIDENTE.
Calvino observó:
Dios de nuevo condena el perjurio
en el quinto mandamiento de la segunda tabla, a saber, en tanto que ofende y
viola la caridad al hacer daño a nuestros próximos. El objetivo y objeto de
este mandamiento es diferente, o sea, que el honor debido a Dios sea sin
contaminación, que solo hablemos con él de manera religiosa, que la veneración
apropiada de él se mantenga entre nosotros.
Si el juramento y la adoración
están tan estrechamente relacionados, y si el uso trivial y falso del «nombre»
del Señor, su sabiduría, poder, justicia, verdad, misericordia y justicia
constituye blasfemia, debemos decir que la mayor parte de la predicación de
nuestros días es completamente blasfema, porque o niega la fe por un lado o la
reduce a dimensiones triviales por el otro. Mucha de la predicación tal vez sea piadosa en intención pero
blasfema en ejecución.
Cuando el hombre cayó, cuando se
aplicó la maldición sobre la humanidad, fue porque había sucumbido a la
tentación satánica de ser su propio Dios (Gn 3:5).
El hombre se separó de Dios y del
nombre de Dios, para definir la realidad en términos del hombre y en el nombre
del hombre. Cuando los hombres empezaron de nuevo a invocar el nombre del Señor
(Gn 4: 26), los hombres miraron a Dios como Señor y Creador y también como
Salvador.
Tomaron el nombre del Señor, no
en vano, sino en verdad; reconocieron a Dios como su único Salvador, legislador
y esperanza. El grado en que invocaron en verdad el nombre del Señor, el grado
en que pusieron toda su vida bajo el dominio de Dios, fue el grado en que estaban
fuera de debajo de la maldición y bajo la bendición.
Tomar el nombre del Señor en verdad quiere decir basar nuestras
vidas y acciones, nuestros pensamientos y posesiones, y toda esfera y ley de la
vida firme y completamente en Dios y en su palabra ley.
Tomar el nombre del Señor en vano en realidad es negar al único
Dios verdadero; es profesión vacía de Él cuando nuestra vida y acciones (y a
menudo todo pensamiento, posesión y toda esfera y ley) son ajenas a Dios y de
forma blasfema atribuidas a nosotros mismos.
Por eso, como Oehler observó: «El
perjurio no tiene que ver solo con el transgresor, sino con toda su raza».
Mueve al hombre y a su sociedad del mundo de la bendición al mundo de la
maldición.
El juramento verdadero es por
tanto adoración verdadera; da a Dios la gloria debida a su nombre.
Solo cuando empezamos a
comprender la relación del juramento con los cimientos de la sociedad, con la
rebelión y con la religión podemos empezar a entender el antiguo horror de la
blasfemia. El horror que expresó el sumo sacerdote cuando acusó a Jesús de
blasfemia por lo que había dicho (Mt 26: 65) tal vez haya sido hipócrita, pero
reflejaba de todas maneras la consternación que los hombres solían sentir.
Antes de la Segunda Guerra
Mundial, esta consternación todavía se sentía en Japón; cuando se pronunciaba
una blasfemia con respecto al sintoísmo, era una ofensa civil muy seria. Con
mucha justicia los japoneses lo consideraban traición, rebelión y anarquía.
Debido a que el sentido de la
blasfemia y la consternación que producía han desaparecido, ahora hay un
cambiante concepto de la traición. Es
interesante examinar el concepto de la traición. Rebeca West ha dado un sumario
muy apto del concepto histórico:
Según la tradición y a la lógica,
el estado da protección a todos los hombres dentro de sus confines, y a cambio
exige obediencia a sus leyes; y el proceso es recíproco. Cuando los hombres
dentro de los confines del estado son obedientes a sus leyes tienen el derecho
de demandar su protección.
Es una máxima de la ley, citada
por Coke en el siglo XVI, de que «la protección atrae lealtad, y la lealtad
atrae protección» (protectio trahit
subjectionem, et subjectio protectionem).
Se estableció en 1608, con referencia al caso de Sherley, un francés que había
ido a Inglaterra y se había unido a una conspiración contra el rey y la reina,
que tal hombre «le debía al rey obediencia, es decir, en tanto que estuviera
bajo la protección del rey».
Pero en una época en que los
hombres niegan a Dios y su soberanía, el mundo se debate entre dos demandantes
conflictivos de la autoridad de Dios: el estado totalitario por un lado, y el
individuo totalitario y anarquista por el otro. El estado totalitario no
permite disensión, y el individuo anarquista no admite lealtad fuera de sí
mismo.
Cuando todo el mundo es negro, no
es posible un concepto de negro, puesto que no existe diferenciación. Si todo
es negro, no hay principio de definición o descripción que quede. Cuando todo
el mundo blasfema, no es posible una definición de la blasfemia; todo es lo
mismo. Conforme el mundo se mueve hacia la blasfemia total, su capacidad de
definir y reconocer disminuye. De aquí la necesidad y lo saludable del castigo,
que, como catarsis, le restaura perspectiva y definición al mundo.
La premisa básica de la ley y de
la sociedad hoy es el relativismo. El relativismo reduce todo a un color común,
a un gris común. Como resultado, ya no hay ninguna definición de traición o
delito. El delincuente está protegido por la ley, porque la ley no conoce
delincuente, puesto que la ley moderna niega ese absoluto de justicia que
define el bien y el mal.
Lo que no se puede definir no se
puede delimitar ni proteger. Una definición es una cerca y una protección
alrededor de un objeto; lo separa de todo lo demás y protege su identidad. Una
ley absoluta establecida por el Dios absoluto separa el bien y el mal, y protege
el bien. Cuando se niega esa ley, y se establece el relativismo, ya no existe
ningún principio válido de diferenciación e identificación. ¿Qué necesita
protección de quién, cuando todo el mundo es igual y lo mismo?
Cuando todo el mundo es agua, no
hay orilla que guardar. Cuando toda la realidad es muerte, no hay vida que
proteger. Debido a que los jueces cada vez son más incapaces de definir los
casos debido a su relativismo, cada vez son más incapaces de proteger al justo
y al que acata la ley en un mundo en donde el delito no se puede definir como
se debiera.
Para Emile Durkheim, el
delincuente puede ser y a menudo es un pionero evolucionista, que traza el
rumbo de la sociedad. En términos de la sociología relativista de Durkheim, el
delincuente puede ser más valioso que el ciudadano que acata la ley, cuyos intereses
son conservadores o reaccionarios.
La sociedad relativista en verdad
es una «sociedad abierta», abierta a todo mal y a nada de bien. Puesto que la
sociedad relativista está más allá del bien y del mal por definición, no puede
ofrecer a sus ciudadanos ninguna protección del mal.
Más bien, una sociedad
relativista procurará proteger a su gente de los que tratan de restaurar una
definición del bien y del mal en términos de las Escrituras.
Cuando el presidente de la Corte
Suprema Frederick Moore Vinson de los Estados Unidos afirmó después de la
Segunda Guerra Mundial que «nada es más cierto en la sociedad moderna que el
principio de que no hay absolutos», dejó en claro que, ante la ley, el único
mal de corte claro es afianzarse en términos de la ley absoluta de Dios. «El
principio de que no hay absolutos», entronizado como ley, quiere decir guerra
contra los absolutos bíblicos.
Quiere decir que el estandarte de
la ley es el estándar del Siglo de las Luces, Ecrasez L’infame, «La vergüenza e
infamia del cristianismo», se debe eliminar. En relación con esto Voltaire
recibió con brazos abiertos el afectuoso saludo de Diderot que le describía
cómo su «Anticristo sublime, honorable y querido». Si Voltaire no hubiera
tenido como su principio el que «todo hombre sensible, todo hombre honorable,
debe horrorizarse de la secta cristiana», Voltaire solo hablaba; la corte
moderna actúa sobre esta fe.
La conclusión de tal curso solo
puede ser el reino del terror magnificado. Podemos solo decir con el observador
hebreo de la antigüedad: «Los que temen al Señor tienen el corazón bien
dispuesto y se humillan delante de él: “Abandonémonos en las manos del Señor y
no en las manos de los hombres, porque así como es su grandeza es también su
misericordia”» (Eclesiástico 2:17, 18).